Por: María M. Artola. martola2722@gmail.com
Desde mi juventud, sentí el llamado a trabajar al servicio de los demás. Me gradué como maestra de Educación Primaria en la Escuela Normal Alesio Blandón Juárez de mi país, Nicaragua, y posteriormente obtuve mi licenciatura en Ciencias de la Educación con mención en Pedagogía General en la Universidad Nacional Autónoma de Managua.
Comencé trabajando en el centro comunal Wilfredo Valenzuela, ubicado en uno de los barrios más pobres y peligrosos de mi hermosa Managua. Esta experiencia me llevó a descubrir a unos pequeños valientes, hijos de drogadictos, prostitutas y ladrones, sumidos en estas prácticas para evadir la realidad de su miseria. También conocí a familias honradas, vendedores de agua, comida y diversas cosas que les permitieran sobrevivir un día más. Tras esas caritas sucias, cabellos despeinados, piojosos y con desnutrición profunda, encontré niños y niñas inteligentes, con capacidades extraordinarias, que solo necesitaban una oportunidad para desarrollar sus sueños, objetivos y talentos. Me quedé paralizada al darme cuenta de que estos pequeños me enseñarían más de lo que yo tenía para enseñarles. Desde entonces, fui imparable: desde mis oraciones por cada uno de ellos hasta inventar métodos fuera de la línea de enseñanza del Ministerio de Educación para asegurarme de que ningún menor se quedara sin aprender.

Fue una carrera desafiante, llena de frustraciones, pero al final sabía que la semilla del conocimiento había sido sembrada y que con los años germinaría en las vidas de esos niños. Con el paso del tiempo, mi carrera creció y me llevó a lugares y posiciones que nunca imaginé ocupar. Siempre mantuve encendida en mi corazón la llama de amar y servir a los demás. Como fiel seguidora de Jesucristo, continué trabajando con ahínco y determinación hasta llegar a la hermosa iglesia en Virginia que me abrió sus puertas. Estaré eternamente agradecida porque cambió mi vida para siempre.
(Asistiendo a los pastores en una graduación de discipulado, en Virginia).
Trabajar cerca de pastores evangélicos me permitió ver la ardua labor, dedicación y amor de Dios que ellos expresaban a su congregación según su llamado. El beneficio que la sociedad recibe a través de la iglesia es invaluable. El esposo se convierte con convicción en el proveedor y defensor de su familia, y las madres se convierten en iconos de valor y virtud para sus hijos. Se prepara a los hijos desde pequeños para que sus mentes sean semilleros de ideas inteligentes, buenas y con empoderamiento personal para hacer el bien, y para que piensen en un futuro lleno de desafíos y retos. Si se lo proponen, obtendrán la victoria esperada.
Pero también he visto el lado contrario, la poca «valoración» y «respaldo» de los padres de familia que permiten que esta fuerza (la iglesia) no se desarrolle como medio para dar estabilidad a la familia de hoy. Estamos viviendo tiempos muy peligrosos. No es ajeno para nadie ver cómo nuestra juventud se pierde, cómo nuestros niños se envuelven en las drogas, el alcohol y el acoso escolar. Incluso los contenidos de los currículos estudiantiles causan descontrol porque van en contra de la buena moral familiar. Aunque el padre de familia siente temor, no hace nada porque no sabe cómo luchar por un cambio y se aferra al conformismo social. Algo que aprendí de mi pastor: «No cambiarás tu situación haciendo lo mismo». Creo que la iglesia debe empoderarse, darse la mano unos con otros y salir del monopolio cultural que traemos de nuestros empobrecidos países. Mientras el padre y la madre no quieran ceder al cambio de mentalidad a través de la Palabra de Dios, tendremos mucho que perder y poco que ganar.
El verdadero fruto y resultado lo encuentras cuando ves a tus hijos, potenciales líderes, prepararse para crear un futuro mejor. A pesar de las circunstancias que los rodean, solo se enfocarán en la meta que desean alcanzar para hacer que la luz de Dios brille y se conviertan en esos líderes que tanto necesita nuestra nación y el mundo.